El teatro referido después del huracán Janet de 1955

Si bien como comentamos la semana pasada que el Cine Leona Vicario es un referente obligado para hablar de una etapa de la vida de Chetumal, un especial capítulo nos merece el “Cine Manuel Ávila Camacho”,  al que brevemente hice referencia  en mi  anterior artículo. Ahora a este gigante de mis recuerdos  dedicaré estas líneas.

Fue en el año de 1946, según refieren la maestra Tere Gamboa y el cronista de la ciudad don Ignacio Herrera Muñoz, que se inició la construcción de este inmueble. Por su cercanía a la Bahía  y por la altura  del terreno, la  cimentación, como en el caso del palacio de gobierno, debió descansar sobre  enormes pilotes de concreto enterrados a grandes profundidades, de entre quince y veinte metros. Su construcción, de estilo Art Deco, quizá por la lucha con el manto freático y lo costoso de la operación, fue suspendida durante un período de tiempo como de dos o tres años. Posteriormente sería reiniciada hasta su terminación  en el año de 1952, durante el mandato del entonces gobernador Margarito Ramírez Miranda.

Era un inmueble muy moderno y funcional para su época, pues, con un aforo de 1,500 personas en sus dos plantas, contaba con un sofisticado equipo estereofónico, con sistema technicolor y pantalla cinemascope; lo más adelantado en proyección de cine de ese entonces. Habíamos dejado atrás el cine mudo en blanco y negro y aquellas películas de Charles Chaplin que habían sido la delicia de la juventud de nuestros padres.

Alfombrado en sus pasillos, con sus espaciosos baños, confortables butacas, amplio escenario para teatro, dulcería, espacio para camerinos, su tramoya y sus dos taquillas, era el lugar ideal para albergar  multitudinarios y elegantes eventos en un espacio techado.   Con su amplia sala de proyección, su espectacular vista hacia la explanada, al parque y a la Bahía, así como su colosal lomo de lámina de zinc, lo hacían, junto con el palacio de Gobierno y la explanada de la bandera, un lugar emblemático del centro histórico  de la ciudad, que además, nos ofrecía un mundo de diversión para todos.

Entre otras  de sus características tenía dos salidas laterales en las cuales se ubicaban los estacionamientos del los vehículos más usados de su tiempo. Me refiero a las bicicletas. Aquellos vehículos de propulsión humana que eran el medio de transporte de la inmensa mayoría de los habitantes de aquella modesta población de mediados del siglo pasado. Eran, la mayor parte de ellas, bicicletas inglesas, marca Raleigh o Humber, importadas principalmente por la casa Farah,  negociación de doña Lucy y Don Neguib, concesionarios de la marca.

Para la gente de la época, era signo de estatus poseer una Raleigh, y también era motivo de lujo tenerla adornada con cintas de colores y con esferitas plásticas  en los rayos. Esferitas  que al poner en movimiento la bicicleta, producían un especial y elegante tic, tic, tic. Era pintoresco observar a ciertos jóvenes con ropa dominguera, caminar llevando, en un lado su adornada bicicleta, y del otro, llevar del brazo a su elegante y bien vestida compañera. Eran tiempos en que, por el calor tropical, propio de nuestro clima, se dormía con las ventas y puertas abiertas. Frecuente era oír también, que un padre le dijera a su hijo, con la confianza de vivir en una comunidad tranquila, que fuera en busca de su bicicleta que había dejado estacionada en un sitio de la ciudad.

La energía eléctrica era restringida y solo se proporcionaba de 6 de la tarde a once de la noche. En la mayoría de los hogares el voltaje era débil y se acostumbraba el uso de pequeños transformadores caseros para proteger los radios y tocadiscos principalmente. A las diez y media de la noche, un parpadeo de la luz era el primer aviso del apagón general. Quince minutos después el segundo aviso y a las once se apagaba toda la ciudad. Las lámparas de mano eran herramientas obligadas para quien deambulara después de las once. Los límites de las calles de la ciudad llegaban hasta La Explanada de la Bandera, por el Norte, a la Escuela Belisario Domínguez, por el Sur, a Punta Estrella, donde ahora está el Congreso del Estado, por el Oriente, y al Julubal, donde ahora está el edificio del Tribunal Superior de Justicia, por el Poniente; lo demás eran veredas y caminos de arbustos y zacate, donde lo mismo pastaban caballos, que lleguas, que mulas amarradas a un árbol.

No todas las casa en esos rumbos de la ciudad  eran de madera y lámina, las había, y muchas,  forradas de tasistes, que son pequeños postes fibrosos de la llamada palma del pantano. Aquellas pequeñas casuchas  tenían techo de paja, huano o chit. Tanto el tasiste, como el huano y el chit,  es la vegetación de los márgenes de nuestro Rio Hondo, límite del país con Belice y Guatemala.

Adentrarse en Barrio Bravo o Juan Luis, en aquellas horas de la noche, requería de nervios, temple y valor, pues corrían por la ciudad los relatos de aparecidos, además de las famosas historias y leyendas de “La Llorona”, “Los Encapuchados”, “La Lechona” o “El Encebado”.

En aquel Chetumal de los 50s otra costumbre, al salir de la función del Ávila Camacho, era el detenerse en “La Nevada”, cafetería y lonchería, muy significativa del centro de la ciudad, a cenar, tomarse un café o simplemente platicar con los amigos. Otra era, seguirse un poco más adelante, hasta la esquina de Héroes con Carmen Ochoa, sitio donde ahora está la perfumería “El Palacio de Las Pelucas”.

En ese lugar estaba el carretón de “Don Huacho”, que  a la luz  de una lámpara de gasolina, ofrecía a los parroquianos exquisitos sándwiches de pavo y queso de bola, o de jamón claveteado; y de postre un delicioso pudin. Más adelante, siempre sobre la héroes, estaba la “Tacita de Oro” del famoso “Don Sono”. Allí la especialidad eran los panuchos y salbutes yucatecos, y su rica horchata de arroz. Sobre la misma acera, como a veinte o treinta metros más, a la altura de la Casa López y enseguida de la Casa Mólgora, estaba la fuente de sodas “La Miniatura” de la familia Rosado Alavez.

El Cine Ávila Camacho, lo mismo fue sede de las ceremonias de coronación  de las reinas del Carnaval, que de premiación y entrega de certificados de la Escuela Secundaria López Mateos, que lugar de obras de teatro donde llegaban compañías de artistas venidos de México, como lo eran las “Caravanas Corona”, que nos traían famosos artistas, entre los que recuerdo a Vicente Fernández, entonces en sus inicios como cantante del genero ranchero.

En mi anterior artículo anteriormente referido, al referirme al cine, escapó a mi memoria un detalle singular que retrata muy bien la cultura  y la educación del Chetumal de la época.  Es un hecho que la amable dama doña Lupita Rodríguez de Mercader me hizo recordar: A principios de la década de los 60s, en el Gobierno del don Arón Merino, se acostumbraba reservar las dos primeras filas del cine para el Gobernador y sus funcionarios. Sin presión de ninguna índole la gente de aquella sociedad, con todo respeto a la máxima autoridad de la ciudad, nunca ocupaba aquellos lugares.

Otro gran recuerdo que viene a mi memoria es la función de cine de la “Raimbow”. En aquel Chetumal, donde la mayoría de las conservas enlatadas eran de importación, la leche Raimbow, en sus presentaciones de evaporada, condensada y con chocolate, era la de mayor consumo entre nosotros. El concesionario para la región era el señor  Santiago Castillo de la ciudad de Belice, quien por medio de su agente, William Geeg, radicado en Corozal, venía con frecuencia a realizar una función de cine gratuita como promoción de la leche. Los boletos de la función se adquirían a cambio de la presentación de 15 etiquetas de la leche Raimbow.

Willy Geeg era un personaje de origen escocés, nacido en Belice; gordo y alto, como de dos metros, rubio y vistiendo siempre sus eternos pantalones cortos. Era la imagen misma de Santa Claus para nosotros los chamacos, quienes con gran celo vivíamos juntando nuestras etiquetas de leche para cambiarlas a la llegada de aquel siempre esperado personaje. La función de la Raimbow, que se efectuaba a eso de las tres de la tarde para no interferir con la programación habitual del cine, siempre exhibía grandes cintas, pues muchas de ellas, si es que no todas, las traía Willy consigo desde Belice.

Había un intermedio a la mitad de la película para efectuar una rifa de acuerdo a la numeración de los boletos. Era el  momento en que salía al escenario el buen Willy con su ánfora conteniendo una mitad de los boletos de la función. La otra mitad la conservaba cada uno de nosotros. Uno de los asistentes a la función subía al escenario y sacaba  del ánfora tres boletos. A cada boleto le correspondía un premio que consistía en una caja de 48 latas de leche con chocolate “Raimbow”. Después la función continuaba normalmente hasta su terminación. La función de “La Raimbow”, como las películas, las obras de teatro y todos los eventos que albergó ese gigante de diversión, nos mueven a lamentar, con mucha tristeza, el imperdonable estado en que ha permanecido durante más de treinta y cinco años. Toda una generación.

Proyectos y buenas intenciones han ido y han venido. Gobiernos y funcionarios han pasado y de aquel viejo inmueble, que tanto dió a todos sus hijos, no se han acordado. Respecto del último proyecto de edificar en ese sitio el nuevo “Teatro de la Ciudad”, pienso que el impedimento que sus detractores han manejado, el de la falta de espacio para un área de estacionamiento de vehículos, no tiene sustento. Digo esto basado en la posibilidad de adquirir, predios no edificados y contiguos al inmueble, para hacer un estacionamiento vertical en los mismos. Otra opción sería ganarle terreno a la bahía y hacer un amplio estacionamiento, el cual  vendría a cumplir las urgentes necesidades actuales de estacionamiento, tanto del palacio de Gobierno, como de la explanada de la bandera, como del teatro de la ciudad. Si el problema es de presupuesto o de falta de recursos, lo entiendo, y eso sería otra cosa; pero que no se argumente que la inviabilidad del proyecto es la falta de estacionamientos. Por otro lado, si por razones de falta de recursos se opta, únicamente por iluminar y dignificar el área en cuestión como de un área de recreación de paseantes, esa sería una desatinada decisión, pues solo abonaría a la proliferación de vendedores ambulantes y tianguistas,  como es el triste caso de la siempre invadida sección peatonal de la Avenida de Los Héroes, enfrente del Palacio de las Pelucas.

No olvidemos que toda edificación que las instancias competentes proyecten en el lugar, desde luego que digna de ocupar ese especialísimo espacio, deberá contar con su área de estacionamiento suficiente. El citado estacionamiento que propongo podría construirse bajo un esquema de recuperación de costos y autosuficiencia financiera. En fin, que no sea pues, la falta de estacionamiento, el argumento para que se deje de construir allí el nuevo teatro de la ciudad, cuyo proyecto está en cartera.

Lo cierto de todo esto es que, cuando paso frente al que fuera aquel legendario Cine Teatro Ávila Camacho, y veo el estado en que se encuentra, me lleno de tristeza. No puedo evitar que me invada un sentimiento de culpa compartida, pues me siento parte de una ingrata familia, que con su silencio y pasividad, durante tanto tiempo, ha visto aquel espacio en ruinas. No puedo evitar sentirme como aquellos malos hijos que observan con indiferencia a su viejo, noble y bueno, de tan solo 60 años, que hoy olvidado, y en silencio, llora su desgracia, víctima de la ingratitud y el abandono, a la espera que alguien se ocupe de él.

Ojalá esta, mi personal opinión y postura, sea compartida por muchos y sirva para alzar nuestra voz, y sirva también como un llamado a la conciencia de los Chetumaleños bien nacidos, y a sus gobernantes,  para que juntos, pueblo y gobierno,  brazo con brazo,  sin protagonismos mezquinos; hagamos algo por dignificar y rescatar a uno de los signos más emblemáticos de la ciudad.